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A ras de suelo

  • Última actualización
    11 julio 2023 05:20

Con el paso de los años, uno va adquiriendo manías nuevas, otras las va descuidando y, el resto, las perfecciona. A esta última categoría, la de las manías perfeccionadas, pertenece, en mi caso, la de la elección del asiento en un medio de transporte. Siempre ventanilla y asiento izquierdo o derecho, según la ruta. La línea del litoral marca la elección en muchos de mis viajes, especialmente en avión, cuando deseo disfrutar de las vistas de un determinado puerto.

Para volar de Bilbao a Barcelona o Valencia, y contemplar sus puertos desde las alturas, conviene sentarse en los asientos de ventanilla del lado derecho del avión, aunque en la ruta a Valencia, desde el izquierdo se tiene también una bonita y nítida vista de los puertos de Castellón y Sagunto.

Y si se vuela de Bilbao a Ámsterdam, como aeropuerto de tránsito para desplazarse a Róterdam, entonces los asientos del lado izquierdo ofrecen las mejores vistas; inigualables en días despejados o poco nubosos, como en la última ocasión que tuve de volar a Países Bajos para la feria TOC Europe en junio.

Tras despegar de Bilbao y contemplar cómo se desperezaba su puerto con las primeras luces del día, pasada la hora de vuelo podía reconocerse perfectamente la ciudad de Brujas unida por un canal, cual cordón umbilical, a su puerto exterior de Zeebrugge, la “Brujas del Mar”. Apenas transcurrieron veinte minutos cuando a través de la ventanilla del avión de KLM, bajo su ala izquierda emergió la silueta de Maasvlakte, con los recovecos, entrantes y salientes dibujados por los muelles en la tierra ganada al Mar del Norte y entregada al Puerto de Róterdam.

El enorme complejo portuario construido de la nada, se adivinaba, a miles de pies de altura, como una nueva frontera, territorio arrebatado a la naturaleza y colonizado por cientos de parvas de graneles, almacenes, tanques de líquidos, aerogeneradores, contenedores, grúas, barcos de todo tipo y porte, y extensos terrenos de color pardo, sin asfaltar y a la espera de colonos.

Tras aterrizar en Ámsterdam tomé un tren a Róterdam, en asiento de ventanilla izquierda. Después un metro, en asiento derecho (es la costumbre en el metro) y sin tiempo para elegir, me vi sentado en el asiento izquierdo de la última fila de un autocar que se dirigía a la terminal de contenedores de APM Terminals en Maasvlakte.

Apenas cuatro horas después de sobrevolar la terminal, me encontraba allí, a ras de suelo, a nivel del mar, en la última frontera terrestre del país, un mundo nuevo construido a mayor gloria del contenedor marítimo, la criatura creada en 1956 por Malcom MacLean y que en Maasvlakte adquiere vida propia, como si no necesitara de la intervención humana para existir.

Desde el asiento izquierdo de la última fila del autocar que rodeó la terminal como si de un safari park se tratara, la terminal de contenedores parecía una ciudad desierta, privada de vida humana, donde las máquinas habían tomado el poder y ejecutaban una extraña coreografía de movimientos precisos y coordinados, a la vez que impredecibles. Un mundo automatizado de siglas (STS, ARMG, AGV, TOS...) se había apoderado del muelle y el patio de contenedores, mientras en la TC (Tower Control), los humanos diseñaban y organizaban los movimientos de las máquinas de forma remota.

Tanto visto desde las alturas como a ras de suelo, Maasvlakte representa un desafío a los límites del hombre; un logro del saber, de la ciencia y de la tecnología; un futuro que ya es presente... Pero también una realidad inquietante para quienes necesitan más tiempo para asimilar y aceptar que las máquinas seguirán ocupando los espacios del hombre.

Se requiere tiempo para asimilar que las máquinas seguirán ocupando el espacio del hombre