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La logística necesita más marinos mercantes

  • Última actualización
    22 diciembre 2020 17:02

Decía Miguel Delibes que “en el campo es donde se ha refugiado lo único de verdad que queda en el mundo”. Su amor por ese campo hace que siempre se le recuerde en esa estampa de la gorra y la escopeta al hombro en sus largas caminatas de caza, así como ligado a la retahíla de historias y personajes de la España rural o a lo sumo de provincias donde lo más cosmopolita eran esos trenes que conectaban con un universo lejano y aventurado.

Más allá de lo diverso de su obra, cuesta imaginar a Delibes lejos de la tierra y los sembrados, lejos de las sombras de los robles y los cipreses, lejos de los caminos embarrados y de las riberas pedregosas, lejos de los velatorios, de las estrecheces y de los despertares en los lugares más humildes con la única conciencia no tanto de progresar, sino de no perder las raíces.

Tal vez por eso no es muy sabido que Delibes antes de embarcarse en la literatura anduvo embarcado en el mar y que su primer personaje protagonista no fue ni un labriego, ni un cazador, ni una viuda de provincias, sino un marino mercante.

Al autor de “El Camino” la Guerra Civil española le coge recién terminado el Bachillerato. Con apenas 18 años y sin posibilidad de proseguir los estudios, en 1938 se enrola como voluntario en la Marina del ejército sublevado y se embarca en el crucero “Canarias”, en el que permanece hasta el final de la contienda.

Es esta corta pero intensa vida de mar la que lleva a Miguel Delibes en 1947 a determinar que Pedro, el protagonista de su primera novela -“La sombra del ciprés es alargada”- se decante una vez superados los dramas de su infancia en Ávila por estudiar Náutica en Barcelona y ganarse la vida como marino mercante.

El primer embarque de Pedro es en el “San Fulgencio”, un frutero destinado a los tráficos entre el norte de España y Reino Unido a partir del cual Delibes recorre las distintas facetas que suscita el mar, desde las más tópicas hasta las más íntimas. Está el mar como huida, es decir, un lugar de paz para el espíritu donde dejar atrás las mezquindades y los problemas del día a día en tierra; está el mar como lugar donde encontrarse a uno mismo y descubrir quién es y qué quiere uno en la vida; y está el mar como perspectiva, como atalaya privilegiada, mostrando lo que a buen seguro pensó el propio Delibes en el mar cuando durante la Guerra Civil los españoles se mataban en tierra: “Ellos no pudieron ni palpar la extraña deformación que ofrecía la tierra en aquellos años. Ni el inquietante mar de sangre que rodeaba a la civilización por todas partes. Yo sí lo vi”, relata el protagonista.

Ya de capitán y a bordo del carbonero “Antracita”, Delibes muestra a través de Pedro las tripas de la camaradería a bordo entre los oficiales y se adentra en aquellas largas escalas de estiba y desestiba donde había tiempo para bajar a tierra, encontrar el amor y, al final, poner nuevo rumbo en la vida.

Cuantísimos marinos, como el protagonista, fueron felices a bordo y luego desembarcaron por amor a la familia para enrolarse en tierra en cualquier eslabón de la cadena logística, iniciando fructíferas carreras donde han aplicado los valores que inculca el trabajo en el mar, tan acertados en el día a día en tierra.

Ahora que tanto nos preocupan los másteres y las licenciaturas como vía de acceso sectorial, se nos sigue olvidando la marina mercante, denostada porque cada vez menos jóvenes quieren ser marinos, aunque siempre se ha demostrado como una gran escuela que es necesario no dejar de reivindicar.