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En busca del precio justo... y del más justo

En plena efervescencia neomilenarista de la santa consagración del eufemismo vacuo, nos dejamos golear por sutiles buenismos sin caer en la cuenta de que comenzamos todos los partidos ya rendidos, en lo trascendental y en lo mundano.

  • Última actualización
    04 mayo 2021 16:52

El libre mercado es ese paraíso donde todo el mundo puede intentar hacer lo que quiera, que no es lo mismo que conseguirlo, y todo ello con unas reglas muy básicas que se resumen en que siempre se impone el más fuerte porque así es como libremente lo hemos decicido.

Es una cuestión bien sencilla: una cosa es la teoría y otra distinta la práctica.

Por eso, una de estas reglas es que los precios, fruto del coste más un beneficio, los fija libremente el mercado, como una abstracción azarosa y mariana, cuando en la práctica los precios los fija el más fuerte, es decir, aquel que, además de querer, puede imponer tanto sus costes como su margen de beneficio.

En el lenguaje común esto se llama repercutir, palabra de origen latino que a los manipuladores del papel de fumar les parece demasiado agresiva y han terminado por transformarla en el más espumoso concepto de “trasladar”, muy apropiado para ese mundo de lo teórico, pues en el paraíso de los nenúfares, los melocotones almibarados y los lapislázulis refulgentes eso es precisamente lo que se debería hacer con los costes, trasladarlos, como el que quita un jarrón de la mesa y lo pone en una silla o el que se quita los pantalones y los mete en el armario. Así de fácil.

Ahora bien, en el libre mercado real, trasladar los costes para fijar un precio es una batalla en toda regla por aquello de la competencia (también libre, por supuesto), pero no ya solo de la competencia entre iguales, sino de la competencia entre los distintos eslabones de la cadena de subcontratación, donde se enlazan proveedores y clientes en un doble papel y donde lo que se pone en juego es la herencia de los costes de tu proveedor y la repercusión en tu cliente, una guerra donde a menudo confluyen fuerzas desiguales y donde lejos de fluir como los ríos, los costes se encallan, se multiplican o se diluyen a costa de enriquecer o empobrecer a los distintos eslabones.

En el sector del transporte, lo más divertido de esta película se produce cuando los mismos que ejercen su poder con férrea displicencia e imponen su ley para mantener a raya a, por ejemplo, los proveedores de transporte por carretera, son los que se desgañitan y se abren en carnes cuando se sienten pisoteados por el tsunami de, por ejemplo, los proveedores de transporte marítimo.

En esta doble vara de medir, donde las pajas y las vigas anidan en los ojos con singular alternancia, es curioso cómo a los transportistas por carretera se les acusa de ser unos cainitas tan inadaptados como debilitados y únicos responsables de su pobre devenir, mientras las navieras son un monopolio abusador, un fiero colectivo destripaterrones.

Se esconde así la verdadera realidad del mercado, donde unos y otros, estén en la posición que estén, intentan apretar las tuercas todo lo que pueden, intentan sacar todo el beneficio que pueden y, si pueden pisar, pisan; y si les toca ser pisados, chillan, doble cara de una misma moneda donde unos veces toca ganar y otras veces toca perder, en una lucha donde todos buscan fijar justo el precio que más les conviene, obviando que todo debería transitar por fijar el precio más justo, un candoroso objetivo para el que obviamente no está hecho el sacrosanto libre mercado.